Jorge Cafrune había llegado uno días antes a Córdoba para testear el ambiente y prepararse para la vuelta al escenario de Cosquín . Desde el verano de 1972 que no cantaba en la Plaza Prospero Molina. Estaba prohibido en Radio Nacional de Córdoba: en la discoteca sus vinilos tenían rayas hechas con clavos para que nos los pudieran pasar. Formaba parte de las listas negras de artistas que tenía la dictadura. «Zamba de mi esperanza» y «El orejano», las canciones que lo habían transformado en un ídolo de masas, figuraban dentro de las canciones que no se podían cantar en el festival y el resto del país.
El control del repertorio y la persecución a los cantores había comenzado durante la presidencia de Isabel Perón en 1975, donde la Triple A, empieza a ejercer un poder siniestro. A partir del golpe militar del 24 de marzo de 1976 la aplicación de la censura a cantores y temas se cumple a rajatabla. La cabina de sonido estaba custodiada por un soldado: oficial, suboficial o conscripto. Durante la edición de Cosquín de 1977 el grupo cordobés Los Rundunes interpretó sin previo aviso «Canción con todos» de César Isella y Armando Tejada Gómez.
«El oficial de turno llegó a la cabina con la orden de interrumpir el sonido de la plaza. El tema fue avanzando hasta que terminó. Fue un descuido». Desde esa noche y por el resto del festival un militar custodió la cabina de sonido y se repartió a los encargados de escenario una lista de los temas prohibidos. «La disciplina se repitió en los años siguientes», cuentan en su libro Había que cantar, los periodistas Alejandro Mareco y Santiago Giordano.
«Yo estaba en ese momento haciendo el sonido del festival», confirma Luis Nogués, el operador técnico del festival hasta 2005. El oficio lo había heredado de su padre y su tío, los primeros sonidistas que formaron parte del génesis del festival en 1961. Una nube negra sobrevolaba el festival. «El escenario de Cosquín siempre estuvo en el ojo de la tormenta porque era sindicado de izquierda. De hecho van presos unos cuantos miembros de la comisión después del golpe. Pero la represión en Cosquín no empieza en el ’76, sino con la Triple A. Ese clima se vivía desde tiempo antes».
En ese clima Cafrune volvía al escenario Atahualpa Yupanqui que lo había consagrado en 1962. Era el lugar donde había nacido el ídolo popular y donde demostró una y otra vez su estampa de gaucho rebelde, como cuando en contra de la voluntad de la Comisión Municipal de Folclore hizo subir al escenario a Mercedes Sosa en 1965. «Yo me voy a atrever, porque es un atrevimiento lo que voy a hacer ahora, y me voy a recibir un tirón de orejas de la Comisión, pero qué le vamos a hacer. Les voy a ofrecer el canto de una mujer purísima, que no ha tenido oportunidad de darlo y que como les digo, aunque se arme bronca, les voy a dejar con ustedes a una tucumana: Mercedes Sosa». Fue un momento histórico para el festival y la música popular argentina.
Esta vez, no estaba del todo convencido de actuar en el escenario del festival. Venía de disfrutar las mieles del éxito en Europa donde era figura de programas como el de Rafaela Carrá: su dupla junto al niño Marito le había dado un nuevo impulso comercial a su vasta carrera, que acumulaba discos de oro. Desde 1973, disfrutaba de gran proyección internacional. Había tocado en escenarios de prestigio como el Carnegie Hall y el Lincoln Center de Nueva York. Con la guitarra y las zambas había dado prácticamente la vuelta al mundo llegando hasta el Africa y Medio Oriente.
Vivía en España desde que había formado una nueva pareja con Lourdes Garzón. Sin embargo, necesitaba nutrirse constantemente del contacto con su tierra. La enfermedad de su padre apuró el regreso a la Argentina, aunque percibía que volvía a un país gris y silenciado, donde acechaba la sombra represiva del Estado de sitio. Como forma de antídoto, Jorge Cafrune seguía realizando giras por pueblos y ciudades a bordo de su automóvil para mantener la cercanía con el público. Tenía cierto espíritu gitano. En una de esas últimas giras de 1977 lo acompañaron Yamila y Eva Encarnación, la hija más grande de 11 y la más chica de 4 años, de su primer matrimonio.
Yamila recuerda:»Estuvimos en festivales con él y pudimos recorrer tres o cuatro lugares. Me acuerdo cuando nos llevó en un Valiant a Villa Dolores, Mina Clavero y Realicó, La Pampa. Ibamos por la ruta y caminos de tierra. Por ahí, parábamos en un bolichito en medio de la nada. Bajaba y pedía unas milanesas para comer en el camino y seguíamos viaje. Era maravillosa la sensación de verlo cuando subía al escenario. Medía casi uno noventa. Con el sombrero y las botas parecía más grandote. Era imponente mi papi y la gente lo escuchaba con mucho respeto. No volaba una mosca. Eso es raro porque era un hombre con una guitarra que cantaba y recitaba poemas. Para provocar eso es que generaba algo distinto en la gente»
Dentro de esa agenda de presentaciones, la ausencia en Cosquín, parecía un vacío extraño para un cantor popular que conocía al detalle cada ritmo que cantaba, cada región que pronunciaba en su canto. En una de sus últimas entrevistas le confesó al periodista Mario Franco: «Yo no quería ir más a Cosquín». Su representante fue quién lo convenció. Cafrune tenía que volver a un festival, cuya comisión de folclore estaba intervenida y la presidia el teniente general Luis Echeverría. El contexto político social era desfavorable, aunque sabía que «la gente del pueblo», lo estaba esperando.
Unos días antes fue demorado por la policía cuando cantó «El orejano» en un festival, al que había sido invitado, en el Paseo Sobremonte. Declaró y lo dejaron libre ese mismo día. Por la noche, compartió un asado con amigos, donde volvió a cantar muchas de esas canciones prohibidas por la dictadura, incluida «Hombre con H».
Cafrune tenía cuarenta años y estaba firme en sus convicciones. «Siempre cantó lo que quiso, aunque sabía que la amenaza estaba latente en su vida», cuenta Yamila Cafrune, la cantora y mayor de los seis hermanos, que está terminando un libro sobre su vida.
Después de una ausencia de cinco años en el festival la vuelta de Jorge Cafrune fue un acontecimiento. «Fue el reencuentro con su gente- recuerda Yamila, que reconstruyó la historia de su padre gracias a la memoria prodigiosa de su madre Marcelina. Nadie de la Comisión le dijo nada. Pero sabía que tenía temas prohibidos y lo que estaba pasando en el país».
Era la primer noche del festival y Jorge Cafrune pisaba el escenario con cierta emoción. «Fue como volver a la casa de mis viejos. Es el lugar donde me hice», decía en una entrevista posterior al concierto. El músico subió solo con su guitarra, vestido de gaucho, con su sombrero de ala ancha. Estaba decidido a cantar lo que la gente necesitaba escuchar. Abrió con «Luna cautiva», la zamba del cordobés Chango Rodríguez, que había canonizado en la década del sesenta junto a otros clásicos como «Virgen Morenita».
En el palco oficial estaban el gobernador de la provincia General de Brigada Carlos Chasseing, el intendente de Cosquín, Agustín Marcuzzi y el general Lucio Benjamín Menéndez, considerado el principal responsable del «plan sistemático y generalizado de exterminio de la oposición política» aplicado durante la última dictadura cívico y militar (1976-1983) en Córdoba y en otras nueve provincias del noroeste.
En la consola estaba el sonidista Luis Nogués preparando todo. A su lado siempre tenía una custodia militar «amable», recuerda. «Durante los años del golpe había una restricción. Nos daban una lista de las canciones que no se podían cantar. La tenía en mi mesa de trabajo. Frente a la eventualidad que alguien hiciera un tema prohibido la orden era cortar el sonido cosa que nunca se hizo, ni siquiera el día que cantó Cafrune». A pesar de las amenazas, Jorge Cafrune, contaba con la complicidad de los técnicos y el público.
Esa actuación cobró ribetes míticos con el paso del tiempo. Sobre todo cuando volvió a desafiar a las autoridades y cantó «El orejano», un tema que habían popularizado Los Olimareños y que Jorge Cafrune convirtió en otro himno rebelde de las juventud de los sesenta: «Yo sé que en el pago me tienen idea/porque a los que mandan no les cabresteo/porque despreciando las huellas ajenas/se abrirme camino pal’ dir donde quiero».
El repertorio alternó clásicos de Yupanqui como «El alazán» y el vals criollo «Virgen india», pero uno de los momentos épicos llegó cuando la gente le empezó a pedir «Zamba de mi esperanza». La canción compuesta por el mendocino Luis Profili en la década de 1950 (registrado bajo el seudónimo de Luis H. Morales en 1964), llegó a oídos de Jorge Cafrune durante una guitarreada en Mendoza. La grabó en uno de los dos discos que sacó en 1964. El tema fue un éxito instantáneo y, hasta hoy, una de las canciones más populares del folclore argentino.
«Había dos épocas y dos repertorios que se unificaban en la voz del papi -analiza ahora Yamila. Uno eran los clásicos neutrales como ‘Virgen morenita’, ‘Paisaje de Catamarca’, ‘Virgen niña’, ‘La cautiva’ o una zamba como ‘Zamba de mi esperanza’, que la gente le dio un contenido político que no tenía. Después tenías las canciones netamente militantes como ‘Alambrado de veranada’, ‘Milonga del fusilado’ y ‘El orejano’, que tenían que ver con lo social».
La zamba «De mi esperanza» (tal el nombre como está registrada en Sadaic) fue objeto de la censura por llevar la palabra esperanza en su título. Aunque el origen de la canción dista mucho de tener un lei motiv social o político. Era una canción filosófica de amor: «Zamba de mi esperanza amanecida como un querer/sueño, sueño del alma/que a veces muere sin florecer», dice la canción compuesta por un bodeguero acomodado de Mendoza.
Esa noche del 24 de enero de 1978, Cafrune y el público le estaban dando otro significado a ese himno colectivo. Fue cuando la platea empezó a pedirle «Zamba de mi esperanza», que en un gesto chúcaro y de libertad advirtió a los organizadores: «Aunque no está en el repertorio autorizado, si mi pueblo me la pide, la voy a cantar». La ovación de la gente estremeció la Plaza por primera vez. Se sentía acompañado por el público y su canto podía seguir siendo libre.
«La presencia de Cafrune era fundamental para el festival. Había una autocensura que hacía que mucha gente no intentara cantar los temas de las listas negras-recuerda Nogues, testigo privilegiado, detrás de las consolas, de ese momento histórico. Ahí empezó cierta decadencia porque los poetas que tenían algo que decir se llamaron a silencio. El folclore se hizo grande desde la poesía. Eso el golpe militar lo esterilizo. Quedó una cosa lavada y superficial que predominó tiempo después. Cafrune, en cambio, era producto de un momento particular e irrepetible, cercano a la explosión del movimiento de poetas, la nueva canción en Chile, la revolución cubana. Su figura era gigante y trascendente sobre el escenario, a pesar de cantar con una guitarrita. No he vuelto a ver artistas así. No había marketing. No había nada premeditado. Era una comunión sincera entre artista y público».
Sobre lo que dicen las crónicas de esa noche todavía hay discrepancias. En el libro de reciente aparición ¿Quién mató a Cafrune? Crónica de la muerte de la canción militante, de Jimena Néspolo, se señala que el cantor tuvo que abandonar el escenario presuroso tras cantar los temas prohibidos por la dictadura que le había pedido la gente. Su hija Yamila Cafrune, aunque no estuvo ese día, desestima esta versión. «Mi papá nunca se fue del escenario. Al contrario, recibió todo el amor de la gente».
Para los autores del libro, Alejandro Mareco y Santiago Giordano, sobre la historia de Cosquín, Cafrune no sólo actuó el sábado de la apertura sino que se presentó también el lunes siguiente durante la Cacharpaya, a la madrugada. El cantor nacido en una finca cercana a la localidad de El Carmen (Jujuy) apareció después de Alberto Cortez para encender la plaza Próspero Molina. Finalmente «al otro día, después de almorzar en la casa de Reynaldo Wisner (uno de los fundadores del festival), Cafrune dejó Cosquín sabiendo que lo estaban buscando», relata el libro.
En el diario La Voz del Interior, la actuación de Cafrune recibió una tibia mención del cronista de la época en la edición del martes 31 de enero. «El retorno del Turco Cafrune marcó un hecho importante dentro del 18° Festival Nacional de Folclore. Tras cuatro años de ausencia desgranó una serie de temas nuevos que tuvieron aceptable acogida. La nota distintiva la protagonizó Alberto Cortez, invitado especial».
Para otros como Juan González , periodista del diario Córdoba y colaborador de La Voz del Interior, que cubría el festival en esa época y que fue encargado de prensa del festival durante el período democrático, la noche está en la nebulosa. «Recuerdo que fue su última actuación pero nada más. No puedo asegurar que lo echaron del escenario pero sí que tuvo problemas y señalamientos por los temas que cantó. Me acuerdo mucho más de la vez que hizo subir al escenario a Mercedes Sosa. Yo estaba entre el público y tenía 18 años. Fue una noche increíble. Nos fuimos todos a celebrar a la confitería La Europea y terminamos cantando con El Turco, Mercedes y otros cantores hasta la madrugada. Pero de su última actuación en Cosquín perdonáme pero no me acuerdo nada. La memoria para esos años duros se resiste a recrear hechos, nombres queridos que ya no están», dice por teléfono desde Córdoba.
Nogués, tampoco recuerda los detalles de ese regreso tan significativo para el folclore, pero si la energía que emanaba de su figura. «Estaba ahí, fui el operador pero de esa noche recuerdo poco. No tengo mucha memoria. Solo sé que no tuve problemas en la cabina y nunca cortamos el sonido. Lo que recuerdo es cuando cantó «Luna Cautiva». Su presencia de alguna manera era estar como mirando la fuente. Llegaba de un modo especial sin mucha parafernalia. Era un decidor. Tenía una modulación silvestre, que era muy intuitiva, para nada estudiada y lo hacía muy especial. El color de la voz y su modo primitivo de tocar la guitarra lograba un sonido inconfundible».
En el libro de Jimena Néspolo, ¿Quién mató a Cafrune?, se sugiere que esa actuación en Cosquín fue como una sentencia de muerte para Cafrune. La hipótesis se traza a partir del testimonio de Teresa Celia Meschiatti, que figura en el informe de la Conadep, secuestrada en setiembre de 1976 en Córdoba y sobreviviente del campo de detención conocido como La Perla.
Meschiatti revela a Néspolo que estuvo presente en Cosquín junto a otros detenidos de la Perla. Los militares llevaron a varias mujeres secuestradas para pasar desapercibidos entre el público del festival. Caminaban por la arteria principal de la ciudad cuando escuchó el característico tono épico del cantor. «Yo no sabía que cantaba Cafrune, pero escuchaba a un tipo que tenía una voz muy parecida (…) Y ahí fue cuando alguien de ellos vino y dijo: «Está cantando Cafrune y está cantando cosas prohibidas». Al lado mío estaba Villanueva, en el 78 ya era capitán, y él dice clarito, porque estaba al lado mío: «A este hay que matarlo porque no podemos dejar que esto se expanda, que empiecen a cantar canciones prohibidas».
El contenido político de buena parte del repertorio de Cafrune, el magnetismo que ejercía su figura entre la juventud de la época, su conocida adhesión al peronismo y la frase que había dicho López Rega en el 73: «Cafrune es más peligroso con una guitarra que un ejército con armas», era una señal de alarma para la dictadura militar, que buscaba socavar todo espíritu de libertad.
Nadie imaginaba que esa sería la última actuación de Jorge Cafrune en Cosquín. El Turco volvió a Buenos Aires para preparar lo que sería una gira épica a caballo que había planificado con detalle. Veinticinco postas de 35 kilómetros por día para viajar unos 750 kilómetros hasta Yapeyú, (Corrientes) en homenaje al General San Martín en el año del bicentenario de su nacimiento.
«La significación de este homenaje surge cuando yo me entero que van a reunirse en Yapeyú ocho o diez mil hombres de a caballo de todo el país. Llevarán sus caballos en camiones, y entonces yo inmediatamente me dije: ‘Pues yo voy a ir en caballo, ya que tengo el tiempo y tremendo gusto…'», le dijo al periodista Miguel Franco en el programa Un alto en la huella de Radio Argentina, unas semanas antes de la gira.
No era la primera vez que Cafrune hacía una gira a caballo. En 1967 emprendió un épico recorrido desde La Quiaca hasta la Patagonia. «Nuestro canto nace de a caballo, nuestro hacer americano nace de a caballo (….). En el 67 inicié una gira a caballo por las capitales de provincia uniendo a cada población, a cada gente, de esa gente callada y humilde que tenemos en el interior del país», decía con ese tono campechano y esa tonada jujeña que le quedaba de su pago natal.
Este nuevo trayecto a caballo retomaba ese fuego sagrado. Cafrune tenía pensando actuar en pequeños poblados, mientras desandaba su marcha hasta Yapeyú. Antes de iniciar el que sería su último viaje pasó a visitar a su familia que vivía en Santa Fe. «Mis padres estaban ya separados. El había formado otra familia con su segunda compañera, Lourdes, con la que había tenido a Juan Facundo y Macarena. Estuvo apenas unas horas. Fue la última vez que lo vi», recuerda Yamila Cafrune.
El 31 de enero, Cafrune emprende la primera etapa del viaje a caballo saliendo desde la Plaza de Mayo. Recibe primero la bendición del rector de la Catedral de Buenos Aires junto a su compadre Chiquito Gutiérrez. Al principio lo acompañan otros jinetes de centros tradicionalistas. Después siguen solos por la ruta 27. Les gana la noche cuando a la altura de localidad bonaerense de Benavídez son embestidos por una camioneta.
A raíz del impacto, Cafrune sufre la fractura de varias costillas, golpes en la cabeza y el tórax. Es asistido en una sala de primeros auxilios. Luego lo trasladan al Hospital Municipal de Tigre. Finalmente por la complejidad deciden internarlo en el Instituto del Tórax de Vicente López. Muere en el camino. Su compadre sobrevive y se llama a silencio. El velatorio se realiza en la Federación de Box, debido a la cantidad de público que lo quiere despedir. La cremación se realiza en el Cementerio de la Chacarita.
El accidente de Jorge Cafrune genera dudas y empieza a crecer el mito del asesinato. En uno de los capítulos del libro ¿Quién mató a Cafrune?, de la editorial Tinta Limón, la investigación trata de unir cabos sueltos y testimonios que presentan la hipótesis del atentado. La investigadora Jimena Néspolo asegura: «Fue una muerte política, y no un mero accidente de tránsito. Eso supone pensar el «mito» o la «leyenda», o ese magma de significaciones que rodearon a su muerte y que con fervor fueron creídas por sus seguidores, sobre un sustrato cierto de verdad. Alguien podrá decir, u objetar, que mi crónica inyecta en la era de la «Posverdad» una dosis de su propia medicina… y puede que no se equivoque. En todo caso, mi investigación se asienta sobre un imperativo ético y moral: no nos podemos permitir, como sociedad, desoír testimonios de víctimas del terrorismo de Estado».
En cambio, para la familia de Cafrune las pruebas no resultan tan contundentes. «Hasta lo que sabemos fue un accidente. Esto te lo digo hoy 1 de julio de 2019. No puedo decir nada más. Lo que no quita que veamos otra cosa en el expediente que solicitamos. Nos tienen que decir primero si existe el expediente porque esto pasó hace 40 años. La gente que habla que no fue un accidente lo fundamenta en las amenazas de la Triple A que ya no estaba en ese momento. Es muy probable que la muerte accidental les vino como anillo al dedo a los militares para adjudicarse algo que no hicieron y decir: «Ven, nosotros decimos y hacemos lo que queremos».
La causa en un principio fue caratulada como «muerte en accidente». El conductor de la camioneta Héctor Emilio Díaz, un joven de 19 años que iba a borracho y sin luces, se entregó al otro día del accidente, acompañado por su padre que años anteriores había realizado trabajos para el Ministerio de Bienestar Social dirigido por López Rega. No se tomó en cuenta que huyó del lugar de la escena. Al ser menor de edad fue absuelto, luego que declarara que los caballos iban sobre la ruta. Al poco tiempo desapareció de Benavidez con su familia, reseña la investigación de Néspolo.
La muerte absurda al costado del camino y en plena madurez artística dejó al ambiente folclórico huérfano de uno de sus cantores más populares y valientes de la época. Es un golpe indirecto a cantores sociales como Horacio Guarany y Mercedes Sosa, su ahijada artística, que se exiliará un año después.
A los 40 años, Cafrune que había vendido millones de discos y había grabado discos capitales del género –Emoción, canto y guitarra (1964), El Chacho, vida y muerte de un caudillo (1965), Jorge Cafrune interpreta a José Pedroni (1970), Jorge Cafrune canta a Falú, Yupanqui y Dávalos (1972) y La vuelta del montonero (1973)- tenía mucho para dar.
«Creo que Cafrune muere en el momento más alto de su carrera. Sus dos últimos discos, Cafrune en las Naciones Unidas (1976) –que fue grabado en vivo– y Yo le canto al litoral (1976) –grabado en estudio–, son discos de síntesis y a su vez, de riesgo y apertura: mientras que el primero reúne todos los temas emblemáticos de su repertorio, esos que hacen a la conformación performática del gaucho cantor que con su voz provoca a la autoridad y al orden del poder, el segundo se perfila en torno a la figura del bandolero Isidro Velázquez (con los temas «El último sapucay», «Sin caballo y en Montiel»). Son años en que, a la vez, consolida la proyección internacional de su carrera de manera notable».
Su desaparición física todavía abre interrogantes. El libro recién editado de Jimena Néspolo, una biografía autorizada en proceso de escritura a cargo de su hija mayor Yamila Cafrune y una película en marcha con la dirección y guion de Julián Giulianelli y la investigación periodística de Facundo Arroyo, siguen evocando el interés que despierta su figura. Es una voz que vuelve una y otra vez, que no pudo acallar ni siquiera la muerte./Gabriel Plaza /LA NACION