El 1° de mayo de 1982 los aviones ingleses intentaron inutilizar la pista de aterrizaje de Puerto Argentino. Los pilotos argentinos despegaban desde el continente para dar la batalla en el aire. En tanto, el Crucero General Belgrano era detectado por un submarino británico
El viernes 30 de abril de 1982 las emisiones electrónicas de los barcos británicos fueron detectadas por los radaristas con el equipo móvil de contramedidas en Puerto Argentino. Comenzaron a escuchar conversaciones en inglés, a escanear la frecuencia, en los canales de VHF y UHF. Ese día se inició el bloqueo aéreo y naval británico, la zona de exclusión total sobre las islas, que incluía la amenaza de submarinos nucleares. Todas las naves que circularan en esas horas sin autorización serían consideradas hostiles y susceptibles de ser atacadas.
Fue un día antes del inicio de la guerra real.
No hubo una declaración formal: la Operación Black Buck se lanzó sin aviso.
A las 4:40 de la madrugada del 1º de mayo de 1982, veintiuna bombas fueron lanzadas al aeródromo de Puerto Argentino desde un avión Vulcan. Había despegado de la isla Ascensión y fue guiado por el radar del Hermes. Un comando británico ya infiltrado en las islas había marcado el punto de lanzamiento con luces de guiado láser. Solo una de las bombas impactó en la pista de aterrizaje y su daño fue limitado. A partir de esa hora, y durante todo el día, hubo alarma roja.
El portaviones Invincible se había ubicado 130 kilómetros al norte de Puerto Argentino; el portaviones Hermes, 93 kilómetros al noroeste. Desde allí, al amanecer, despegaron las patrullas aéreas de combate, Harrier y Sea Harrier, para volver a atacar la pista y también la base aérea de Puerto Darwin-Pradera del Ganso, 105 kilómetros al sudoeste.
Después del mediodía, un destructor y dos fragatas se posicionaron sobre el sudeste de la costa de la isla Soledad, a 20 kilómetros, y continuaron el hostigamiento sobre el aeródromo.
El centro de gravitación del ataque británico fueron las bases aéreas; buscaban destruirlas para eliminar el poder de la aviación establecido en las islas. El bombardeo naval también alcanzó a las tropas terrestres en la zona de Sapper Hill, a siete kilómetros de Puerto Argentino, donde suponían que estaba instalada la estación del radar, pero los operadores habían dejado una antena falsa.
Gran Bretaña quería demostrar que tenía capacidad de fuego para desembarcar en cualquier momento. Esa misma mañana, el almirante John “Sandy” Woodward, a cargo de la Fuerza de Tareas, intimó al general Mario Benjamín Menéndez a la rendición. El pedido fue rechazado.
Las primeras detecciones electrónicas que llegaron al comando FAS (Fuerza Aérea Sur) de Comodoro Rivadavia sobre el ataque eran informes imprecisos, todavía sin confirmación. La respuesta aérea se realizó sin objetivos claros. Los pilotos salieron al albur desde el continente hacia las islas. Casi al mediodía, cuando el dispositivo naval británico pudo ser mejor perfilado, las oleadas de los aviones Mirage y Dagger atacaron al destructor HMS Glamorgan y a las fragatas HMS Alacrity y HMS Arrow. El destructor tuvo daños menores y pudo ser reparado. Y a la noche volvió a bombardear. Alacrity fue alcanzado por un cañoneo desde la costa que le averió un helicóptero, pero continuó su acción. Y Arrow recibió ocho impactos de cañón de 30 milímetros de aviones Dagger.
Los pilotos argentinos recibían en el aire la información que les proveía el Centro de Información y Control (CIC), que controlaba el movimiento aéreo en torno a las islas. El CIC les transmitía las posiciones de los Sea Harrier y les anticipaba si su avión aparecía en el radar de una fragata o si un misil se dirigía hacia ellos.
La diferencia de recursos en la maniobra aérea quedaría reflejada el 1º de mayo, en el “bautismo de fuego”: los aviones argentinos no podían permanecer más de cinco minutos en el área de los objetivos; debían reservar 2500 litros de combustible para cubrir alrededor de 800 kilómetros para regresar al continente. En cambio, los cazas británicos disponían de veinte o veinticinco minutos en el aire, tiempo suficiente para detectar el blanco y lanzar su misil Sidewinder; luego regresaban al portaviones, reabastecían combustible, se rearmaban y regresaban a la batalla.
El derribo del avión del capitán García Cuerva: “fuego amigo”
El CIC también identificaba a los aviones enemigos y transmitía las consignas de fuego a la artillería antiaérea. Ya habían derribado a dos Sea Harrier a media mañana. Pero en la tarde había caído un Dagger por un misil de una patrulla aérea de combate y, después, en las últimas horas de luz, se produciría el derribo de otros tres aviones argentinos y perderían la vida otros dos pilotos.
El Mirage del teniente Carlos Perona, que había despegado de la base de Río Gallegos en su segunda salida a las 15:45, fue impactado por un Sea Harrier y sostuvo el vuelo hasta la costa de la isla Borbón, para eyectarse. Fue rescatado por un helicóptero. El jefe de la misión, el capitán Gustavo García Cuerva, en cambio, perdería la vida. Ya sin combustible para volver al continente, quiso preservar el avión y aterrizar en Puerto Argentino. Avisó al CIC, eyectó sus tanques externos y, pese al pedido de “alto el fuego”, las baterías antiaéreas le dispararon y lo derribaron. Supusieron que se acercaba un avión enemigo.
Casi al final de la jornada, una formación de aviones Canberra —un bombardero liviano de origen británico que operaba con piloto y navegador— partieron de la base de Trelew para atacar a la flota británica. Uno de ellos fue impactado por un Sea Harrier; los dos tripulantes lograron eyectarse. Contaban con chalecos y balsas salvavidas, y balizas que transmitían en frecuencia de emergencia.
A la madrugada del día siguiente el aviso ARA Alférez Sobral, nave de búsqueda y rescate, recibió su posición y navegó durante todo el día hacia el punto dato. Cuando un helicóptero los sobrevoló, le dispararon con un cañón antiaéreo, y luego el Sobral fue atacado por misiles. Ocho tripulantes murieron, incluido el comandante de la nave, el capitán de corbeta Sergio Gómez Roca.
Los últimos intentos de paz
Con la caída de las primeras bombas del 1º de mayo, el presidente peruano Fernando Belaúnde Terry presentó de urgencia una propuesta de paz que contemplaba el retiro de tropas de ambos países, una administración cuatripartita de las islas, y el compromiso de resolver el conflicto en el término de un año, considerando los intereses y deseos de la población isleña. Terry llamó por teléfono a Ronald Reagan para mantener latente la posibilidad de un acuerdo rápido. No lo encontró. Habló con el secretario de Estado Alexander Haig, que en la práctica se había convertido en el interlocutor de lo que aceptaría o no Gran Bretaña. Después, el 2 de mayo por la mañana, Terry llamó a Galtieri. Habló con el canciller Costa Mendez. Le informo que hasta el momento no había actividad bélica. “Los barcos británicos se han retirado. Creo que sufrieron considerables daños”, le dijo el canciller argentino.
La cuestión de los “intereses” y “deseos” de los isleños y la posibilidad de que Estados Unidos formara parte de la administración futura de las islas fueron objetados por Galtieri y el canciller sugirió modificaciones en el texto. Se pensó en colocar “aspiraciones” y en Canada o Alemania como parte de una futura administración mientras perduraran las negociaciones. Con esos cambios, el texto de Belande Terry, podría prosperar. Ese día, 2 de mayo, existía un tácito cese de fuego.
El crucero Belgrano en la mira
Pero mientras se efectuaba un desesperado intento de pacificación, una flota de submarinos nucleares británicos detectó y comenzó a monitorear las posiciones del portaviones 25 de Mayo y del crucero ARA General Belgrano.
La Armada Argentina había desplegado su flota para impedir un desembarco británico, que —suponía— podría producirse sobre la costa este de la isla Soledad. La flota se dividió en dos grupos.
El mayor incluía el portaviones 25 de Mayo y otras seis embarcaciones, que permanecieron en el límite de la zona de exclusión. El segundo grupo, conformado por el General Belgrano y dos destructores, se desplazó 260 millas al sur, en previsión de la llegada de la flota enemiga.
En la tarde del 30 de abril, el General Belgrano había sido descubierto. Uno de los submarinos, el Conqueror, comenzaría a trackearlo, a seguirlo a distancia. El Conqueror poseía un reactor nuclear como fuente de energía —pero no armas nucleares—, que le permitía realizar el patrullaje sin emerger. Tenía una marcha silenciosa, difícil de detectar, y una velocidad superior a las naves de superficie.
El plan de ataque de la Armada
El crucero General Belgrano estaba en condiciones de generar daño con sus cañones. Alrededor de él navegaban los destructores ARA Piedrabuena y ARA Hipólito Bouchard, con Exocet MM-38 (mar-mar 38).
Por el norte, a la altura de Puerto Deseado, a 120 millas de la costa, se ubicaba el portaviones 25 de Mayo con sus aviones A-4Q Skyhawk embarcados. Y, en medio de los dos grupos, entre el norte y el sur, se hallaban las corbetas francesas Clase A-69, que también podían lanzar Exocet MM-38.
La Marina argentina estaba decidida a una batalla naval, la más importante después de la Segunda Guerra Mundial. En la tarde del 1º de mayo un avión Tracker de exploración estimó que había detectado siete barcos enemigos.
El 25 de Mayo se desplazó hacia esa posición para lanzar el ataque. Pero, como el sol se ponía a las seis de la tarde, debieron esperar el crepúsculo matutino. No tenían sistema para realizar vuelos nocturnos. Por la noche otro Tracker confirmó la localización. Eran trece buques de la Fuerza de Tareas, 80 millas al este de Puerto Argentino y a 200 millas del 25 de Mayo.
Casi en forma simultánea, un avión enemigo permaneció media hora en el aire a 60 millas del portaviones. Los había detectado. Ya no sería una acción sorpresiva: la flota británica los esperaría. Sin embargo, el plan de ofensiva continuó. Desde el centro, las corbetas Granville, Guerrico y Drummond se acercarían a los blancos y, luego de lanzar su ataque, se dirigirían a las islas y permanecerían protegidas alrededor de ellas. Desde el portaviones, que luego movería su posición junto a sus naves escoltas, en el amanecer del 2 de mayo despegarían seis aviones A-4Q, con cuatro bombas MK-82 de 230 kilos cada una.
Por la noche, el viento calmó. Más tarde, casi había desaparecido. No había nudos de viento para iniciar la operación, en esa área, en medio del Atlántico Sur. Se necesitaba aligerar los aviones para que despegaran. Deberían partir solo con una bomba cada uno y, como el enemigo los esperaba, calcularon que podrían llegar a perder por lo menos cuatro de las seis unidades aéreas. En consecuencia, el ataque se canceló. Se ordenó a las corbetas que retrocedieran hacia el oeste y se prefirió esperar otra oportunidad para el uso del 25 de Mayo en una ofensiva naval.
Pero nunca más la hubo.
El almirante Jorge Isaac Anaya dio la orden de replegar las naves hacia la costa. El destructor Santísima Trinidad, para evitar ser torpedeado, fue replegado cerca de Puerto Madryn. Anaya pensaba que si perdía una embarcación ya no la podría reponer. La decisión de hacer retroceder a la flota naval argentina demostraba que en la guerra que acababa de comenzar no había un comando conjunto al que se subordinaran las tres fuerzas. Cada fuerza iba tomando sus propias decisiones.
La actitud defensiva de la flota de guerra generó pesadumbre en el brigadier Ernesto Crespo, al mando de la FAS. En su “bautismo de fuego” del 1º de mayo, la Fuerza Aérea había expuesto a sus pilotos para intentar impedirles a los británicos la superioridad aérea, con cincuenta y siete salidas hacia las islas entre misiones de cobertura y ataque a blancos enemigos, con el lanzamiento de 20 toneladas de bombas, a un costo de cuatro aviones derribados, otro destruido en tierra y la pérdida de cuatro pilotos y un navegador, y un oficial y ocho suboficiales en la Base Cóndor de Puerto Darwin. /Marcelo Larraquy/Infobae /Fotos Noticias de Bariloche-Infobae-