Pocos, pero muy señalados, algunos de los aventureros españoles, por causas diversas, llegaron a convivir con los indígenas, los conocieron mejor y, consecuentemente, fueron más humanos con ellos.
Gonzalo Guerrero, hombre del mar nacido seguramente en Palos, procedía de Panamá cuando naufragó en 1511 y fue a parar, junto con Jerónimo de Aguilar, a las costas de Yucatán, donde fueron capturados por los indios, que dieron muerte a otros españoles supervivientes.
Después de muchas peripecias, Gonzalo logró salvar su vida y casarse con la hija del cacique Nachacán, que lo había acogido y de quien se convirtió en su consejero. Con la llegada de Cortés, a Guerrero se le presentó la ocasión para volver con los españoles pero, al contrario que su compañero Aguilar, rehusó y prefirió quedarse con los indios que tan bien lo habían aceptado.
Tuvo tres hijos con su mujer, se había tatuado y perforado las narices, y ostentaba el cargo de capitán de guerreros. Posiblemente aconsejó a Nachacán que atacara a los hombres de Hernández de Córdoba, que habían sido los primeros en desembarcar en las costas del Yucatán en 1517.
Varios años después, en 1527 según afirman varias crónicas, fue uno de los caudillos que más quebraderos de cabeza ocasionó a Francisco Montejo en sus primeros intentos por conquistar la península del Yucatán. Fueron inútiles sus intentos de atraerlo para que se uniese a su tropa. En 1536 organizó una flotilla para ayudar a los mayas de Honduras, acosados por los españoles. Parece ser que murió poco tiempo después, defendiendo a su nuevo pueblo ante la invasión de los españoles. Así lo atestiguó el cacique Cicumba: “Entre los muertos había un cristiano llamado Guerrero, que había sido muerto de un arcabuzazo”.
El caso más conocido de supervivencia entre los indios fue el de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que participó en 1527 en la desastrosa expedición a la Florida dirigida por Pánfilo de Narváez. Después de muchas calamidades y la muerte de la mayoría de los hombres, los supervivientes quedaron en frágiles balsas y, ante la falta de alimentos, llegaron al canibalismo. Alvar Núñez fue uno de los pocos que en estas condiciones alcanzaron las costas de Texas en 1528, donde fueron esclavizados por los indígenas de la zona. Después de permanecer seis años con los indios masianes, de quienes aprendió sus ritos, costumbres y curaciones, consiguió su libertad.
Durante casi nueve años y junto con Andrés Dorantes, Alonso del Castillo y Estebanico El Negro, transitó por el sudeste de los actuales Estados Unidos por el estado de Texas, y por los de Chiguagua y Sonora en el norte de México. Ejerciendo de curandero, recorrió a pie más de 9.000 kilómetros, y pasó toda clase de penalidades, tal como lo refleja en su sugestivo relato Naufragios y comentarios. Al fin, harapiento y completamente desconocido, fue encontrado por una partida de españoles que lo condujeron a México, donde relató su increíble aventura y dio noticias de las culturas conocidas y de ciertas ricas ciudades de las que le habían hablado los indios, relatos que dieron pie para una nueva expedición en busca, esta vez, de las legendarias Siete Ciudades de Cibola.
Cabeza de Vaca fue el protagonista de una de las mayores gestas realizadas en el Nuevo Mundo. Su gran tacto con el mundo indígena le salvó la vida, pero no le sirvió con los endurecidos españoles del Río de la Plata, donde llegó como adelantado y a los pocos meses fue devuelto a España cargado de cadenas.
Aparte de Cabeza de Vaca, Dorantes, Castillo y Estebanico, hubo otro castellano que logró sobrevivir a la desastrosa expedición de Narváez. Fue el soldado Juan Ortíz que, recogido por los indios, fue su prisionero durante más de once años. Aprendió su lengua y sus ritos, y los acompañó en sus viajes y cacerías, convirtiéndose en uno de ellos. En 1539 fue rescatado por la expedición de Hernando de Soto, convirtiéndose en su más eficaz guía e intérprete por los territorios del sur de Estados Unidos: La Florida, Tennessee, las dos Carolinas y Alabama. Participó en Mauvilla (1540), la batalla más dura de esta expedición, y estuvo en el descubrimiento del río Mississippi. Al igual que Hernando de Soto, murió enfermo y agotado, unos meses antes que su capitán, a principios de 1542.
Francisco Martín es otro personaje curioso ya que fue testigo de actos de canibalismo, convivió con los nativos y logró salvar su vida. Martín había formado parte de la hueste del alemán Ambrosio Alfínger, que en 1531 partió para descubrir las tierras del sur de Venezuela. Fue uno de los 24 hombres que, capitaneados por Vascuña, fueron enviados por el alemán para trasportar el importante botín conseguido en la marcha al asentamiento de Coro, siendo el único que logró salir vivo de la aventura. Relató cómo fue capturado, esclavizado y vendido por los indios, y cómo llegó a chamán y recibió una mujer que en varias ocasiones le salvó la vida. Martín estaba bien integrado, tatuado y depilado; así fue como se lo encontró tiempo después el capitán Francisco de Santa Cruz.
Relató igualmente la desastrosa marcha de los hombres de Vascuña, la deserción de los porteadores, la pérdida de los bagajes y cómo sin comida fueron pereciendo. Relató cómo tres españoles mataron a un indio para comérselo, cosa que realizaron luego otros cristianos, pero ni la carne de los nativos les salvó de la muerte. Vascuña fue abandonado en la selva por estar incapacitado para andar y, al no tener fuerzas para transportar el tesoro, decidieron enterrarlo.
En 1534, un año después de llegar a Coro, partió una expedición en la que iba Francisco, con la misión de encontrar el oro abandonado, pero nunca dieron con él. Es posible que todavía se encuentre allí, entre los ríos Catacumbo y Santa Ana, al oeste del lago Maracaibo.
Al igual que Martín, Diego Álvarez vivió una interesante experiencia entre los nativos. Diego, de origen portugués, naufragó en 1535 cerca de la actual ciudad de Bahía (Brasil), y según cuentan algunas crónicas, todos los supervivientes fueron apresados por los indios. Solo Diego logró salvar su vida gracias a un episodio de leyenda: con su arcabuz logró derribar un pájaro posado en un árbol y tanto maravilló aquello a los indios que, tras perdonarle la vida, el cacique le entregó a su hija y desde entonces fue conocido como “hijo del trueno”.
Durante varios años vivió como uno más, vistiéndose, tatuándose y trabajando como cualquier miembro de la tribu, en una aldea que sería el origen de la ciudad de Villa Vieja, municipio brasileño más antiguo del estado de Espíritu Santo, fundado por el capitán portugués Vasco Fernándes Coutinho en 1535.
Finalmente fue recogido por un barco francés y volvió a su Portugal natal, pero su estancia en su antigua patria fue corta pues los recuerdos de Brasil, de sus gentes y de su mujer e hijos le perseguían, por lo que decidió volver a la aldea de Villa Vieja. Allí lo encontraron años después una de las cuadrillas de bandeirantes portugueses, a los que sirvió de intérprete y guía.Al igual que los anteriores, Alonso de Molina convivió con los indios, pero con una gran diferencia: fue él por propia voluntad, quien decidió quedarse con ellos.
Este singular personaje había nacido en Úbeda y fue uno de los “trece de la fama” que vivieron la aventura del Perú con Francisco Pizarro, junto al que estuvo desde la primera expedición realizada en 1524. Aguantaron penalidades e infortunios hasta que, cinco años después descubrieron el territorio inca, el mayor de todos los imperios. Molina, al igual que otros marineros de la expedición, como Ginés y Bocanegra, quedó prendado de las tierras incaicas y de sus gentes, por lo que, cuando Pizarro regresó a España para pedir capitulación que le diera derecho sobre esas tierras, decidió quedarse voluntariamente en Túmbez
Sobre la suerte que corrió una vez iniciada la conquista del imperio inca, no hay nada claro, aunque según parece lo mataron los indios chonos cuando se encontraba defendiendo a su nuevo pueblo, los naturales de Puna.
Otro portugués llamado Alejo García embarcado en la expedición de Díaz Solís, naufragó y logró sobrevivir al recalar en las costas de la isla brasileña de Santa Catalina. Alejo no solo vivió y convivió entre los nativos sino que se supo atraer su confianza, convirtiéndose en su caudillo.
Tras oír hablar a sus nuevos compañeros de un país rico en oro, junto a cuatro españoles, un mulato y cientos de indios que le acompañaban fielmente, cruzó el Paraguay y se internó en el Chaco. Así llegó hasta la estribaciones andinas, donde recogió gran cantidad de oro y esclavos en los valles Yamparas, por lo que algunos consideran que fue Alejo el primero en entrar en contacto con el imperio inca. En el camino de vuelta, al cruzar el Paraguay, fue emboscado y muerto por los indios payaguares, que le robaron todo el botín conseguido. Ésta fue la primera vez que se recorría el sur del Brasil y el territorio de Paraguay. La fecha de estas marchas se sitúa entre 1521 y 1526.
Este extraordinario y audaz aventurero, que consiguió no solo sobrevivir entre los indios sino convertirse además en su caudillo, es una de las figuras más curiosas y menos conocidas de la conquista de América.
Juan Martín de Albújar también vivió una intensa aventura. Fugitivo de la malograda expedición de Maraver de Silva en busca de El Dorado, acabó siendo el único superviviente. Capturado por los indios, pasó siete años entre ellos, aprendió su lengua y vivió como uno más, desnudo, pintado y con muchas mujeres.
Martín logró ganar su confianza y demostró su talento para llevarles a la victoria contra otras tribus. Juan conoció bien la sabana de la Guayana y a sus gentes y dijo que no había visto nunca ninguna señal de la existencia de riquezas por aquellas tierras. Todo lo contrario: afirmó que eran gente muy pobre y que el escaso oro que tenían carecía de valor al estar mezclado con cobre. Juan Martín convenció al cronista Castellanos de que El Dorado no tenía fundamento, al menos por aquellas tierras de la Guayana, que el conocía perfectamente. A pesar de todo lo que contó, hubo soldados que no lo creyeron y versionaron sus palabras. Afirmaron que había sido conducido con los ojos vendados a la ciudad de Manoa, en la que existían grandes tesoros. Martín de Albújar acabó sus días viviendo entre españoles en las tierras de Venezuela.
